el errado

Por Ariel Lerman

EL ERRADO

Anónimo

Las puntas de las lanzas brillaban alumbradas por el sol ardiente del mediodía y si no fuera por el corazón martillando la sangre enfurecida, uno habría querido estar en un patio sombrío de Andalucía y no batirse a las órdenes del capitán Martín de Irala. No era mala esa muerte, al galope y queriendo golpear con las espadas el cuerpo cobrizo de los indios, la vida no era ese cristal frágil y preciado a punto de quebrarse por un golpe. Pero esta otra muerte, pisando el barro descompuesto de las aguas detenidas, a uno le llenaba el alma de miedo y apenas se podía poner freno a las ganas de llorar como una mujer, o a las de rezar como un fraile en misa.


Quién sabe por qué el agua había cubierto así la tierra del país, tapando la hierba que perduraba tenaz, aún del todo sumergida. Y el agua se había quedado después definitivamente quieta, como si la hubiera invadido una comodidad completa y no quisiera ya más arrastrar ni arremolinarse en su turbulencia.
Algunos hombres se han enloquecido por la sed y han posado entonces los labios sobre esta agua enferma. Ganados por la desesperación, parecían besar a una novia añorada por años, cuando sus bocas tocaban el líquido oscuro de barro.


Después les vimos morir, tomándose el vientre con furia, como si algún animal del bosque les hubiera entrado en el cuerpo junto con el líquido infame y quisieran arrancárselo con sus manos desnudas. Pero solo podían caerse al fin, y el pantano se los tragaba con un chasquido, y a nosotros no nos quedaban ya lágrimas para nadie, porque pensábamos todos en nuestra propia muerte y teníamos perdida la piedad. Y la sed nos quemaba las gargantas lastimándolas, como sin entender porqué se las privaba así, en medio de esa tierra líquida, del alivio soñado.


Pedro Oyambre se subió a unos árboles doblándolos bajo el peso de su cuerpo enorme y miro la inmensidad verde. Aun en medio de la agonía, tuvo el asombro infinito que sienten los hombres de las tierras secas por ese país de selva y condenado a la humedad definitiva. A lo lejos, allí donde casi la vista no alcanzaba a distinguir, le pareció que la línea de verdor se agotaba abrupta y que algo de un celeste incierto aparecía a la distancia.


Y hacia allí marchamos, imaginando que aquel pantano miserable habría de terminar al fin y que el rió debía estar allí donde se acababa la mirada de Pedro Oyambre.


Salazar carga sobre su espalda el oro con que España pensaba sobornar a los contrabandistas portugueses y todos nosotros cargamos también con el metal de  España, que nos pesa en las armaduras y en las armas.


Varios hemos querido desprendernos de tantos hierros que nos hacen marchar despacio y pesadamente, incluso del oro nos hubiéramos librado, por un poco de alivio  al caminar. Pero Cristian Arriesta nos ha mirado de una forma, que todos recordamos de pronto quien es el que manda, aun en este lodazal y aun con estos hombres moribundos que se arrastran apenas.


En los descansos breves de la noche, cuando la selva se llena de sombras y de alaridos de pájaros extraños, los hombres se tiran sobre unas ramas o en alguna elevación del terreno para tratar de llevar reposo al cuerpo atormentado. Algunos ya están dormidos aún antes de que el suelo los toque y solo se desploman cuando dejan la voluntad de andar. Entonces uno sabe que es sin duda el alma la que reina sobre el cuerpo y que aunque este quiera ya no agitarse ni sufrir, aquella se encapricha con la vida y no quiere dejarlo ya que se deslice en su paz.


Allí, en esos descansos, he visto sonreír con malicia a Javier Estévez y en ese rostro demacrado, he imaginado el mío, como si tuviera en él a un espejo, pero sin ánimos de sonreírme, me despertó una curiosidad enorme y malsana su alegría última e insólita.


Le vi espiar de reojo al capitán Arriestra cuando se frota la herida de la pierna y trata de poner freno a la hinchazón, inútilmente, envolviéndose con unos trozos de tela cortados de su camisa. Aún ha de llevar la espina que se clavó mientras andaba buscando el modo de salir de esta tierra. Y al fin he sabido sobre las sonrisas crueles de Estévez recordando cuando Cristian Arriestra lo humilló delante de todos nosotros de un modo que no se perdona mientras se vive y se tiene una gota de orgullo. Pero pensar que porque solo él sabe cómo curar heridas y sobre las plantas malas de aquí, ha dejado al capitán en ese sufrimiento, me ha revuelto las tripas y me ha dado unas nauseas que no he tenido ni por la sed ni por el hambre que pasamos.


Hemos retomado la marcha durante la mañana y todos despertamos igual, tratando de buscar entre la maleza que sube con fuerza hacia lo alto, tapando el cielo, un atisbo de nubes negras que nos anuncien lluvia. Pero era de una claridad total el día, tanto que el calor pasaba desde temprano por las copas frondosas  y densas de los árboles. Después, nos hemos acercado al capitán para que saque del pellejo que nos queda, unas gotas de agua para cada cual.


Yo he ido chapoteando en el agua, que nos llega a los talones, a buscar esa otra agua mezquina, que apenas la ha sentido el cuerpo cuando la trague despacio, como queriendo postergar lo más que se pueda la aparición del vació en el tazón y el fin del alivio fresco en los labios. Han de ser muchas las rarezas del ánimo, pues aun entonces, he querido mostrarme ante los hombres con calma y no demostrarles que se me desesperaba el alma, pues he pensado que así como lo hace el capitán, se llega sin quejarse a la muerte.


Aún preso de una fiebre que le nacía en la herida, nos ha dado  a cada cual lo suyo y ha tenido que aguantar la furia de Pedro Oyambre, a quien las gotas que nos dan, no pudieron apagarle la desesperación que todos sentimos.


Así que el pobre de Pedro se ha puesto a gritar y a agitar los brazos mientras se tambaleaba y caía sobre el barro y al capitán lo ha llenado de insultos y la armadura se la ha sacado. El pedazo de hierro cayó con un ruido seco sobre el agua y quedó sobresaliendo apenas. Mientras él, decía llorando que no se obliga a un hombre a caminar con ese peso muerto encima, mientras la fuerza se le va en arrastrarse a sí mismo y apenas pudiendo andar. Después, el valor perdido de Pedro ha dicho lo que pensamos todos, pero sólo él no pudo frenar a su lengua. El capitán Arriesta tuvo que oír que sin duda era él quien nos había perdido y que por no saber de los caminos, estábamos ahora en esa selva infinita. Pero hasta el mismo Pedro Oyambre se asustó de lo que estaba diciendo, viendo que el capitán ni le daba órdenes, ni sacaba la espada para hacerle tragar la ofensa, como si aun en el calor enorme de la fiebre que lo invadía, hubiera conservado algo de frió en la sangre y le bastara mirarlo fijo para que  tuviera que dejar de agitarse y de insultar. Así que alguno le alcanzó la armadura mojada y manchada de barro y de nuevo nos hemos todos puesto a andar hacia la línea celeste que viera Pedro antes de perder la calma.


Pero lo que he visto mientras miraban todos insultar al capitán no me lo quita el cansancio de la marcha y debiera yo mismo enfrentarlo a Estévez, que se relamía de gusto cuando se dijo porqué es que estábamos perdidos. Me faltaron las fuerzas o las ganas de decirle, que no era cristiano el que dejaba a uno sufrir, pudiéndolo aliviar y que si no le pedía aquel servicio, era por un orgullo enorme, que es una virtud que no deja suplicar ni ayudarse por nadie. Y a Estévez lo hemos visto más de una vez sanar las heridas poniéndoles encima unas hierbas que conoce y que le han enseñado los naturales del país a usar como remedio a casi todos los males que castigan a los que pisan estas tierras malditas. Pero a él se le llenó el alma de júbilo cuando al capitán lo han insultado y al verlo con la hinchazón en la pierna, que revela la podredumbre de la sangre. Y lo he visto sonreír mientras lo culpaban a Cristian Arriestra a los gritos, lo he visto reírse casi de gozo, disimulando apenas, meciéndose la risa entre las manos.


Pero todo esto lo fui olvidando, pues por la noche, a Pedro lo ganó de nuevo la locura de la sed y por ella ha querido quitarse la vida de un sorbo del agua quieta. Ha de ser por la enormidad de su cuerpo, que le pide con violencia el líquido que le falta, que no lo hemos podido despegar del suelo, y de nada valieron los gritos que le echamos cuando metió casi media cabeza en el barro, para sorber algo de ahí. El placer que tuvo, habrá de ser enorme porque fue como si al levantar la cara embarrada, nos hubiera visto a todos con un desprecio firme, como si burlara de pronto nuestra tenacidad para aguantar la sed. Así mismo lo dejamos, recostado sobre el suelo blando del pantano, pues el ya no quería caminar más y no hubo caso de hacerle entrar en razonamientos, que nosotros mismos teníamos por estériles, después de haber bebido así de la tierra.


Rengueando, nuestro capitán se dejó tragar antes que nadie por la espesura de la selva, como si el follaje oscuro pudiera ocultarle también la memoria de tantos hombres muertos y no solo cubrir a cada uno con un manto de verde haciéndolo parecer parte de la inmensidad vegetal.


También nosotros nos hemos alejado del pobre de Pedro, ya sin detenernos a pensar que veíamos en él nuestra propia suerte, ni en que aquel hombre fuera nuestro amigo cuando todos podíamos beber y hartarnos de carne.


Cristian Arriesta anduvo entonces marchando a tientas, cayéndose y levantándose, como si estuviera ebrio o como si la vista se le fuese de pronto y tuviera que encontrar palpando con los brazos el sentido de su marcha. Agitado y con la respiración enloquecida, miraba hacia atrás a veces, como si pensara que dejaríamos de seguirle o como para ver si aún alguien lo acompaña o es que todos nos hemos acostado ya en el pantano para beber de él.


Los hombres le han admirado la tenacidad, aunque los más dicen, que trata de llevarnos al rió y salvarnos, sólo para no oír su conciencia, que ha de estarle torturando, al decirle que por este camino que nos trae, nos ha perdido y nos ha matado. Y Estévez, aún ha encontrado fuerza para sonreírse de nuevo al oír estas cosas que decían los hombres y entonces yo, he recobrado aquel odio y aquella repugnancia, que me borrara el desfallecimiento, por aquel ser repulsivo, ensañado en su soberbia y he querido  matarle, como si aún algún acto de esta vida tuviera para mi importancia, ya al momento de perderla.


Pero he tenido que morderme los labios con fuerza para aquietar el brazo y la palabra pues alrededor de mí, los hombres se habían vuelto como niños y algunos hasta lloraban de pena y querían imitar a Pedro Oyambre en su alivio.


Así que he tenido que mentirles en todo y darles las mismas fuerzas que a mí me faltaban en esta desesperación.


No era que me sobrara el coraje, pero viéndolo a Cristian Arriestra andar a fuerza de capricho, con su pierna herida, cualquiera se sentía valiente y quería imitarle en todo y hacer a un lado los pensamientos que lo mataban a uno antes que la sed y la fatiga.


De este modo hemos caminado, hasta que sentimos el aire. Era un viento violento, que nos daba en el rostro, como si una puerta enorme se hubiera  abierto de pronto en esa tierra de claustro y una corriente entrara a renovar el aire viciado de este país puesto bajo el cadalso de su selva, en su celda de árboles, de helechos y de espinos.


Sólo después de sentir el aire, los olores del pantano cobraron la fetidez que la costumbre borrara de nuestras narices en esta marcha. Supimos entonces que el viento era el soplo de la línea celeste, que era el aliento del rió cuando cantaba libre de la selva, arrogante en la violencia de su origen de montaña. Y caminamos hacia el aire.


Cristian Arriesta olio el viento como un animal, llenándole los pulmones de ese soplo soñado y entonces lo invadió la risa. Nos miraba a nosotros y después, al punto tras la selva de donde venía la corriente transparente.


La pierna sin vida se le llenó de un furia de andar, era como si se dejara llevar solamente por el aire y no se contentara tan solo con caminar renacida, sino queriendo también correr con él en su liviandad.


¿Por qué lo he mirado entonces a Estévez? Era seguramente que mi ánimo  estaba tan corrupto como el de él y quería verle sufrir descubriendo que el capitán había elegido bien el sendero y que estábamos salvos y que su sonrisa enferma de crueldad, debía tragarla junto con el veneno que destilaba en su rencor despechado.


Mientras los hombres pensaban sólo en beber del rió, halle que me veía llevado a  acercarme a él y me encontré diciéndole con saña y furia, que a Arriesta podía haberlo matado por no hacerle curaciones, pero que al fin,  también halló el sendero. Quería que su risa se le amargue.


Pero ahora todos corríamos hacia el rió y ni siquiera Estévez pensaba en otra cosa que en saciarse de agua fresca, pues se precipitaba como uno más hacia el final de los matorrales, sacando también unas fuerzas escondidas del fondo de la fatiga plena. Pasamos entonces la hilera final de enredaderas.
El aire era ahora una avalancha violenta y rabiosa, que pegaba sin acariciar, lanzada como una piedra, desde la garganta de la enorme mancha azul. Aún todavía sin parar de correr, he sentido un freno en la sangre que me la detenía y me helaba el cuerpo sudado.


Todos nos hemos puesto a llorar y a  maldecir de Dios cuando vimos el mar, hermoso en su criminal oleaje, lleno de la deliciosa espuma que nos quitaba así la vida. Los hombres enterraron las manos en la arena, como si quisieran extraer de allí una palabra de consuelo, pero solo podían apretar el polvo del mar entre sus manos y rabiar de impotencia y de miedo.


Fuimos todos bondadosos y malvados a la vez, como si las emociones se hubieran desbocado y fueran hacia un lado y hacia el opuesto sin ver en nada contradichos ni bajezas. Como si no hubiéramos tenido todo el resto de la vida a la muerte encima y quisiéramos ahora, de pronto, re hacerla desde el comienzo a nuestra voluntad y no a la del acaso de la providencia.


Algunos rezaban y buscaban, gesticulando con sus manos la cruz, el consuelo que no tenían. Otros querían volver a beber al menos del agua quieta. Pero Estévez quiso todavía un placer último y se acercó a Cristian Arriesta con espumas en la boca y librando su maldad contra el hombre que yacía en la arena, con un soplo apenas de la vida sosteniéndolo y a punto de dejarlo de pronto.


He tenido que oír cómo le gritaba, ahora sí, ya ajeno a los castigos y las vacilaciones, lo que le fermentaba en el cuerpo durante la marcha descomponiéndose la risa.


Nombró el momento en que la encrucijada de caminos puso el sentido del capitán lleno de dudas y gritando enfurecido, le recordó la advertencia que le había hecho entonces sobre el sendero elegido y de cómo íbamos a perdernos por seguirlo.


Echando babas blancas, lo pateó a Arriesta y le dijo que debía ahora tragarse el insulto y que era él quien no sabía distinguir una espada de una aguja, ni guiar a las tropas de España.


Dijo tres veces más cuál era aquel sendero que nos hubiera llevado recto y que era el suyo, y a cada vez, lo pateaba al capitán con fuerza y saña.
Entonces lo he matado a Estévez. Le he clavado la espada con gusto, por no ver como seguía lastimando al capitán y me he tirado entonces a morirme yo también sobre la arena. El cuerpo quedó junto al de Arriesta, que no toleró un nuevo castigo en la furia de Estévez.


Lo que he pensado entonces, no lo recuerdo, pero qué más daba si era la fatiga la que se llevaba a un hombre, o si era mi sable el que lo hacía? Pero no he querido que le siguiera pegando al capitán de ese modo.


Y allí me quedé tendido y entonces sí, recuerdo haber despertado y haber sentido el agua de la lluvia que me daba en la cara. También, recuerdo  a Salazar bailando y a los demás bendecir la lluvia y saciarse por la salvación que nos llegaba desde el cielo.


Todos estuvimos bebiendo de la lluvia durante un rato enorme, saciándonos con voracidad de agua buena. También, llenamos los pellejos nuestros y los que quedaban de los hombres que se habían ido, utilizando hojas de palma para llevar como por un canal, la lluvia al recipiente. Juntamos también moluscos del mar y los comimos y guardamos otra parte.


Luego tuvimos que cavar unas tumbas en la arena y los hombres me han mostrado un desprecio enorme al ver mi espada clavada en la espalda de Estévez y no han querido hablarme casi. Algunos no han querido enterrar al capitán, diciendo que, mientras muchos soldados buenos yacían a la intemperie, no era con justicia que el descansara en paz en un sitio con nombre.
Pero yo he insistido y así fue.


Después, los he guiado a todos de nuevo hacia la tierra del agua quieta, para deshacer el camino andado, volviendo a la encrucijada de los senderos. Todos nos hemos salvado siguiendo la ruta que quisiera Estévez y que el capitán negara. Y ahora, por ese crimen que les confieso, ustedes me juzgaran y han de querer quitarme la vida




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